viernes, 9 de mayo de 2008

El último en salir que apague estos recuerdos

La corrupción es un elemento de recurrencia diaria en nuestras vidas. Algunos afirmarían que es inclusive uno de los pilares sobre los cuales se apoyan nuestros gobiernos y sociedades latinoamericanas. Aflora naturalmente en el contratista que infla su precio para comisionar a quien lo selecciona y en el conductor de taxi que se le cuela a una fila de quince autos. No es una decisión que se toma conscientemente; cuando una cultura está empapada de ella la malinterpreta como un instinto natural al cual es más cómodo atribuirle el eufemismo de “juega vivo”.

Esta corrupción se infiltra como protagonista insospechada en La Casa Que Habitamos, novela con la cual Ariel Barría Alvarado se hizo merecedor del Premio Ricardo Miró 2006 y que permaneció en criogenia en el INAC hasta principios de este año.

Ser designado como Fiscal General de una nación torcida que pese a no ser nombrada en la obra nos inspira un deja vu recurrente podría ser una situación inquietante para algunos de nosotros, pero el abogado Esteban Fontanera, quien siempre se ha esmerado por preservar su rectitud, lo toma como una distinción singular y ansía comprometerse con su cargo. Por supuesto que una celebración por tan importante logro es requerida, un bacanal digno de semejante éxito. Esteban estaba preparado para la resaca del domingo, pero no para el cadáver femenino que encuentra desnudo en su bañera.

Desde ese punto de partida acompañamos al desesperado Fiscal a lo largo de una serie de peripecias en las que se embarca para resolver el misterio y limpiar su nombre, sin percatarse de que esas experiencias van pelando su cáscara moral hasta exponerlo a la infección social que por tanto tiempo ha repelido. Acorralado, recurre a Robert “El Santo” Spinoza, antítesis profesional de Esteban, antiguo amigo y experto en las situaciones escabrosas como la cual asfixia a Fontanera. Pero cada intento de deshacerse del enigmático cadáver es frustrado por al azar a medida que la desesperación los hunde progresivamente en el fango, forzándolos a recurrir a una insólita solución con la ayuda de un pintoresco personaje llamado Tornapul.

Mientras tanto, la analepsis nos remite a momentos claves en la vida de Esteban, como su ascenso en la Facultad del Derecho, el inicio y desenlace de su primer matrimonio con Liriola Neumann, los estragos de su rebelión adolescente y su ascenso a la primera línea de los estrados. La biografía de Esteban Fontanera levanta provocativas interrogantes. ¿Existe congruencia entre la ambición por avanzar profesionalmente y el afán por la rectitud moral? ¿Es reprochable echar una cana al aire entre adultos consensuales, si en el foro público estás comprometido con la honestidad y la justicia? Éstas son preguntas que la obra nos impide responder automáticamente.

Irónicamente, en la novela galardonada se asoma el cuentista Ariel Barría. Todos los personajes y cada una de sus vivencias forma parte esencial de la ecuación novelística, pero así mismo estos factores encierran relatos dentro de sí que perfectamente podría ser leídos independientemente. Tal es el caso de Madame Beatriz, de Marcos Lenín Rodríguez o de Liriola. Lo mismo puede decirse de la historia de amor truncado de Astrid Rudolph, del exilio de Sofía Constantino—la esposa actual de Esteban—, de la ambivalente redención de “El Santo” Spinoza o de las aventuras periodísticas de León Torrealta con su informante misteriosa y sus dolores de cabeza sentimentales.

Al igual que la corrupción que denuncia, esta novela explora varios niveles con sus alegorías, recorriendo todas las castas sociales y desnudando nuestra indiferencia a la constante tentación de embarrarnos las manos excavando por una soñada pepita de oro. Y nada encaja mejor para semejante historia que un desenlace que se vuelve deliciosamente cíclico frente a los ojos del lector sagaz.


Abril, 2008

Referencia Bibliográfica: Barría, Ariel. La Casa Que Habitamos. Panamá: Editorial Mariano Arosemena, 2007, 196